28 de marzo de 2010

Transcripción del único día de diario que seguí de forma coherente

21 de marzo: en tren hacia Edimburgo.
Estoy sentado al lado de dos agradables señoras que aceptan con una sonrisa mi terrible acento. El paisaje -verdes prados salpicados por casitas aquí y allá, y lleno de árboles que ni recuerdan lo que es tener hojas- es melancólicamente bonito.
A pesar de lo tarde que me acosté anoche, me he levantado a las siete y, tras tomarme una ensalada de pomelo -yo no lo sabía, ¡juro que no lo sabía!- salgo a pasear a la orilla del Clyde, que pasa frente al hotel.
Junto al antiguo puente -construido a mediados del siglo XVIII, reconstruido en la década de 1830 y, finalmente, vuelto a levantar entre 1896 (¿1897?) y 1899- hay un pequeño monumento a los voluntarios de la ciudad de Glasgow que perdieron la vida luchando contra el fascismo en España. Paso por el puente colgante, cerca del viejo puente. Luego paso por el viejo puente, y me encuentro a la habitante de Kynthos y paseamos juntos hasta la estación central. Es de un estilo modernista que no puede con él. Los vitrales eran preciosos.
A la vuelta encuentro un lugar llevado por pakistaníes donde se aceptan euros. Vuelvo al hotel a por más pomelos.
A las 9:30 de la mañana partimos hacia la estación (aunque no la misma que había visitado esa mañana), y mantengo una conversación con una profesora sobre Joyce. Me recomienda Evelyne, un relato de Dublineses. Lo releo en el tren.

(más tarde, tren de vuelta a Glasgow)
Edimburgo es una preciosa, antigua y bien cuidada [trampa mortal] ciudad. La mayoría de los edificios parecen tener más de dos edades a sus espaldas. Ofrece la nostálgica vista de una ciudad que merece respeto por haber sobrevivido a invasores y rebeldes de todo tipo a lo largo de su historia.
Antes de narrar las peripecias que me han ocurrido en la capital de Escocia, debo declararme oficialmente en bancarrota: he pasado de ser Sartre a Pretty Thomas en unos cuantos minutos. Aunque ésa es otra historia, y será narrada en otro momento.
Al llegar a la ciudad, un grupo de cuatro alumnos y un profesor visitamos el Castillo, construido sobre una enorme roca que domina la ciudad -que es nombrada por primera vez sobre el 600 d.C. - Damos varias vueltas por la fortaleza, e incluso visitamos las joyas de la Corona Escocesa, incluida la piedra aquella sobra la que deben ser coronados todos los soberanos escoceses.
Mientras escribo esto pasamos por un prado lleno de ovejas, y el traqueteo del tren hace de la escritura una suerte de imposible, así que pienso, sin saber muy bien por qué, en la Relatividad galileana.
Pues bien, tras abandonar el castillo me deshago de mi grupo y, poco a poco y preguntando, llego al Hard Rock, para comprarle una camiseta al Ana Nima. Acabo comprándome una a mí también, como principio de la vorágine consumista.
Para volver de George Street a la Corte de Justicia, paso por un parque dedicado, otra vez, a las Brigadas Internacionales. En la lápida se puede leer lo siguiente:

To honour the memory of those who went from the Lothians and fife to serve in the war of Spain (1936 - 1939)
"Not to a fanfare of trompets,
nor even the skirl o'the pipes,
not for the off'r of a shilling
nor to see their names up in tights.
Their call was a cry of anguish
from the hearts of the people of Spain,
some paid with their lives it is true;
their sacrifice was not in vain."
erected by the Friends of the International Brigade Association.

Visito la Galería de Arte Nacional, donde hay un cuadro de Velázquez, flanqueado por dos de El Greco, y unos cuantos de Botticelli, Rafael y Da Vinci. La sala de los impresionistas franceses está cerrada.
Luego llego a una tienda y me compro una camisa de highlander y una boina de la misma guisa, quedándome treinta libras para el resto de la semana.
Me siento odiosamente consumista.

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