29 de diciembre de 2007

La Columna del Odio: Mi madre y el cine; el cine y mi madre

“No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.” (El gato negro, Edgar Allan Poe).


No hay palabra en idioma castellano, ni expresión tan desalmadamente hiriente para expresar mis sentimientos y emociones en este momento. Son todo eufemismos. Odio es suave, desprecio, manso. Rencor, ira, son simples palabras. Son letras. Sonidos. Y son incapaces de dar una idea de lo que siento. Un odio tan profundo que m impide el cinismo. Sólo se me ocurre una expresión, un «algo», con el que expresar mis sentimientos, “impotencia tantálica” (de Tántalo).
Mi historia comienza el mediodía del día 28 de diciembre, un mediodía extraordinariamente caluroso, a juzgar por la época del año. Jugaba yo al Rome Total War, ajeno a la desdicha y los horrores que me esperaban.
Estaba enfrascado en la colocación de mis unidades antes de enzarzarme en un violento combate con los galos de Veneto, región cercana a la Galia Cisalpina, anexionada hacía poco por el poder de Roma. Mi madre se está arreglando para ir a comer a un restaurante chino con unos amigos suyos y mi tío (del que tanto y tanto he hablado).
Coloco mis tropas en para recibir a los refuerzos enemigos, pues me preocupaban bastante más que el ejército inicial, que consistía en una unidad de caballería. Entonces me levanto y le pregunto a mi madre dónde pensaban comer. Ésta me responde que pensaban que comiéramos en un restaurante chino llamado Palacio Chino, al lado del restaurante chino del que ya hablé en la entrada de la comida de Navidad.
Me quedo extrañado por la respuesta, pues a mí nada me habían dicho de esa comida en el restaurante chino. No obstante, acepto mi destino y me someto a su cruel yugo. Bajamos las escaleras y, pasados unos metros del portal, mi madre se detiene en seco y me pide, casi me ruega, que vaya a coger el dinero, que se le ha olvidado arriba. Acepto de buena gana y subo las escaleras, tras dejar a mi madre hablando con una amiga suya.
Cojo el dinero, lo hago bastante rápido, además, sé que cuando mi madre se encuentra a una amiga suya el mundo a su alrededor desaparece y se sume en una especie de trance del que sólo la palabra “cine” en una boca ajena la puede salvar, eso y quizá una guerra nuclear. El mundo a su alrededor es consumido y degradado hasta llegar a una espiral desenfrenada de pedantería profunda.
Abro el portal, disponiendo mi mejor sonrisa para saludar a su amiga y seguramente tener que soportar comentarios sobre que he crecido mucho, comentarios que efectúan sin temor a represalias. Abro al portal y miro a mi alrededor, y no hay nadie. Voy a la esquina, y tampoco hay nadie.
“Abandono”, no es la palabra apropiada, pero es lo primero que me viene a la mente. (Chuck Palahniuk)
Tras unos minutos de espera decido que quizá se haya ido al restaurante chino, que está a tomar por culo, y decido ir yo también.
Recorro toda la calle Eusebio Estada hasta llegar al puente de la antigua estación, subo por la calle. Me planto enfrente de la tienda de electrodomésticos Miró y giro a mi derecha hasta el lugar donde se encuentran los dos restaurantes chinos. Paso cerca de una caravana de ancianos que me mira con malos ojos. Me dan ganas de exclamar “Sí, soy joven, y además, ¡camino solo por la calle! Ahora me voy a hacer un piercing y unos tatuajes del Ché y de Kurt Cobain, y después, la fiesta será mucho mejor, pues me dedicaré a beber, fumar porros y quemar residencias de ancianos…”. No lo hago, por supuesto.
Al llegar al lugar del encuentro, no me sorprendo al descubrir que no hay nadie. Vuelvo a casa. Me recorro de nuevo toda la calle Eusebio Estada, subo a mi casa, y continúo la batalla. Los galos inician una frenética carga contra mis asteros, pero antes de que lleguen, el sonido del teléfono me interrumpe. Pongo la pausa y descuelgo el teléfono. Es mi madre. Me pregunta que dónde estoy. Ha llamado al teléfono fijo de casa, y me pregunta dónde estoy. Esbozo una sonrisita de superioridad y le pregunto que dónde está ella. En el restaurante chino, que vaya para allá.
Calle Estada arriba, calle abajo, calle arriba…
Comienzo a sentir odio, un odio oscuro que me recorre el cuerpo. Salgo a la calle y comienzo a andar. Me vuelvo a cruzar a los ancianos, y sólo la idea de que quizá sea el último adolescente que critiquen en su vida me hace sonreír y pasar de organizar un gerontocidio (¿?) en medio de la calle. Ya habrá tiempo.
“Infarto de miocardio”, no es lo apropiado, pero es lo primero que me viene a la mente.
Llego al restaurante, mi madre, sus amigas y mi tío me esperan fuera. Entramos dentro y, tras esperar un poco, cogemos mesa cerca de la entrada.
Los platos van llegando y yo tengo el presentimiento de que algo no va del todo bien. Me han comentado la posibilidad de que vayamos al cine al principio de la comida con una jovialidad que sólo me puede producir arcadas, una jovialidad cínica y mal intencionada, sin duda, pues saben que yo nunca, nunca, bajo ningún concepto, deseo ir al cine con ellos. La comida acaba, y pido té.
En total me tomo tres tazas de té, pues sé que lo que me depara el destino es malo. Es algo peor que todos los comunistas y asesinos locos de este mundo, peor que Atila el Huno, peor que los seres de cien películas de terror, peor incluso que el odio que avanza a borbotones desde mi cerebro al resto de mi cuerpo como si fuese una herida en la aorta.
Tres tazas de té, tres sobres de azúcar. La primera con un sobre, la segunda sin ninguno, y la tercera con dos. En ese momento no me di cuenta de la simbología, pero ahora la veo con claridad, pues el azúcar es el odio que tuve que soportar en los tres momentos de mi relato. Mucho al principio, nada después, y finalmente ración doble.
También es probable que lo organizase así por que me venía en gana, según versiones.
Finalmente dictan sentencia, vamos a ir al cine, sin duda, a ver la Brújula Dorada.
Negación.
No es posible, les digo que yo no puedo ni deseo ir al cine. Por un instante la fruta parece a mi alcance, puedo saciar mi hambre. Mas las puertas del paraíso se cierran de pronto cuando mi tío, interpretando el papel de los vientos del Tártaro, alejan las frutas de mi alcance. Pero no puedo ir al cine, va contra mis principios.
Ira.
Tras esperar unos minutos a que asumiese mi fatal sino, se forma una imagen horrible en mi mente, la de mi madre sonriéndome para hacerse la simpática mientras mi tío habla con los amigos de mi madre en su propio dialecto del catalán, que podemos llamar ‘catalán alejandrino’ (y no, no es el nombre de ningún tipo de capitel clásico), muy similar al catalán manchego. Una imagen tan terrible que amenaza con destruir toda la cordura que aún queda en mi mente. Intento zafarme de esa negrura definitiva, de esa oscuridad hilarantemente siniestra, como umbríos danzarines que me rodean al son de una melodía discordante, mientras por la pálida puerta, abominable, una multitud se precipita, eternamente riendo, pero sin jamás sonreír (The Haunted Palace). Les digo que el cine es el peor monstruo que ha vomitado la Historia, les digo que prefiero una cruz negra, una tumba sin nombre, ser crucificado en invertidas cruces de silencio a la espera de que un ave Roc me devore las entrañas cual Prometeo.
Negociación.
Les digo que haré lo que sea, cualquier cosa para conmutar la pena, les ofrezco dinero (el que me mandaron a recoger) como rescate, pero es inútil. En ese momento entiendo al Sire cuando se le comunicó su deber como ciudadano de participar en la fiesta de la democracia.
Siento que debo hacer algo para librarme del cine. Les ofrezco esclavitud hasta los 18, les digo que si saco 10s y 9s es precisamente para que no me obliguen a someterme a tan intensas torturas. Pero no da resultado.
Me mareo. Veo a mi madre, a mi tío, y los pedantes amigos de mi madre como gigantes que se ríen de mi desgracia, no hay fondo en mis visiones, tan solo rojo y negro, como las llamas del, rojo como el fuego del Averno y negro como las aguas del Éstige. En mi mente ya no están mi madre, su amigo y mi tío, tan solo veo a Alecto, Mégera y Tisífone, las tres erinias de la mitología griega, cuya función era torturar y eloquecer… a los que se habían portado mal.
Pero yo soy bueno. Saco matrículas y no me meto en los problemas de mis padres.
Nada, no hay solución.
Depresión.
Sólo queda someterse, dejar de lado las luces de la infancia para entrar en las tinieblas. ¿Y qué mejor forma de dejar de lado la infancia que viendo La Brújula Dorada, un refrito de El Señor de los Anillos, Las Crónicas de Narnia y Harry Potter?
Y además está basada en literatura juvenil.
Debo aceptarlo, pero no puedo. No puedo aceptar tamaña putada, y mi corazón sufre por ello.
El viaje en coche es lo más parecido a recorrer La Milla Verde que espero experimentar en mi vida.
Llegamos al Ocimax, ya es imposible la marcha atrás.
“Cadalso” viene que ni pintada.
Entramos a las sala cuando la película ya ha comenzado. Mejor, no pienso soportar diez minutos de ñoñerías, películas y música mallorquina. Hoy no. Hoy lo único que me influye para que no haga de terrorista checheno en el cine es saber que, teniendo el Gobierno como lo tenemos, no moriría ni Dios en la liberación de rehenes, y que podría pedir que me trajesen cualquier cosa, que me la traerían.
Aceptación.
¿Aceptación? No, aceptación no.
Llego a mi casa tras presenciar como los “buenos” dejan fuera de juego a la madre de un protagonista y exterminan un regimiento entero de tártaros, mientras los criajos que había a mi alrededor gritaban de alegría cada vez que un tártaro era enviado al Tártaro (risas).
Pan y circo.
Al llegar intento acabar la batalla, pero el ordenador no me va bien.
Ya la acabaré otro día.
Y me pongo a escribir en el Word, esperando tener Internet lo antes posible para poder publicar esto.


“Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré [he descrito], una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.”

1 comentario:

Unknown dijo...

Y no, aún no tengo Internet.