5 de septiembre de 2005

Que maravillosa es la ciencia

En 1915, un médico y artista aficionado estadounidense, Sabin von Sochocky ideó la fórmula de una pintura luminosa confeccionada con radio que, creyó, resultaría admirable en los paisajes.
Esta pintura será particularmente adaptable a imágenes iluminadas por la luna y a escenas invernales (anunció con orgullo), y no dudo de que algún día un artista de talento cosechará la fama, con cuadros que serán únicos y sobremanera bellos de noche en una habitación a oscuras o penumbrosa.

Von Sochocky no vivió para admirar lo descrito por él (falleció por envenenamiento radiactivo en 1928, a los cuarenta y cinco años de edad) ; pero antes de morir pudo asistir a los desastres humanos derivados de su éxito comercial.

Fundó en 1915 la Radium Luminous Material Company, con base en Nueva Jersey, la cual llegó a ser un negocio floreciente de pintura de esferas luminosas para relojes de pulsera. Sus productos incluyeron interruptores para la luz eléctrica, crucifijos y tableros de instrumentos para aeroplanos de la primera guerra mundial. Se vendían bien, y la compañía empleó doscientas cincuenta mujeres en una fábrica de Orange (Nueva Jersey). Trabajaban en un amplio taller provisto de altas ventanas, que llamaban «el estudio». La faena no era muy complicada y reinaba la camaradería sobre todo durante los años del conflicto internacional. Los relojes recordó una antigua obrera, «se enviaban a ultramar para nuestros soldados de infantería, y las chicas garabateábamos nuestros nombres y direcciones en el interior de la caja Se trataba de relojes baratos y nosotras pensábamos que, cuando se estropeasen, los hombres del ejército expedicionario estudiarían su interior. Y, desde luego, a los ocho o nueve meses una de nosotras recibía una carta de un muchacho que le explicaba cuán solo se encontraba». El radio parecía tan lindo a algunas empleadas que se pintaban los dientes con él para que brillasen en la oscuridad.

La pintura de las esferas era un trabajo de precisión que exigía el trazado de líneas finas en las horas. Después de mojar los pinceles de pelo de camello en una taza llena de color amarillo canario las operarias según se les había enseñado lamían la punta para afinarla. Cada tez que lo hacían tragaban una pizca de radio. A fines de 1924 el facultativo local estaba convencido de que este elemento causaba el crecimiento de las enfermedades entre las trabajadoras. Ya habían muerto nueve. Sus estudios probaron que no eliminaban el radio de su organismo sino que se alojaba en su esqueleto y emitiendo destructivas partículas radiactivas alfa, lo consumía poco a poco.

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